Retomando el
tema que planteábamos hace algunos días, el de la cultura, entendida
como un “conjunto de elementos simbólicos, significados y comportamientos
compartidos por una comunidad o grupo humano y al mismo tiempo un campo o
sector de la actividad humana centrado en el uso y manipulación de símbolos que
se nutre de ese universo simbólico y lo transforma” (Carles
Monclús); ahora realizaremos una breve aproximación al término de política
cultural, y a sus dos grandes tendencias: la democratización de la cultura y la
democracia cultural.
Entendemos
el concepto de Política Cultural como aquel que se refiere al conjunto
estructurado de acciones y prácticas sociales conscientes y deliberadas (de
intervenciones o ausencia de ellas) de los organismos públicos, pero también de
otros agentes sociales y culturales como la sociedad civil, en la
cultura. Así, sabiendo que son los organismos públicos, y la sociedad
civil, los que se encargan de hacer política cultural, ¿consideras necesaria la
intervención de los primeros en la misma?
Desde este
planteamiento, y para dar respuesta a este interrogante, es preciso analizar las
diversas finalidades que se persiguen al invertir en cultura. El gasto público
en cultura se justifica a través de una finalidad cultural que pretende
facilitar el acceso de todos y todas a la misma, así como de una finalidad
social, en la que lo que se pretende es fomentar aquellas actividades
culturales basadas en la participación, que ayudan a la cohesión social y al
empoderamiento de la comunidad, y que sirven como medio para la integración de
todos los ciudadanos. Otras finalidades que destacamos son la educativa,
con el objetivo de facilitar el acceso a los diferentes códigos estéticos, como
la música, el arte, entre otras. Es decir, lo que se pretende desde esta
perspectiva es fomentar la diversidad para enriquecernos intelectual y
personalmente; la finalidad ambiental, con el propósito de cambiar el entorno y
el medio que nos rodea; la económica, que supone una repercusión directa o
indirecta en el mercado laboral, y con ello, en la economía del país; y, por
último, la finalidad política, de toma de decisiones.
Dicho esto,
consideramos que invertir en cultura no solo es necesario, sino que debe ser
una obligación de todos los gobiernos, puesto que esta forma parte de la
formación integral de un individuo y por lo tanto, el Estado debe garantizar su
acceso y distribución a todos los sectores sociales. Si la cultura solo
estuviese en manos privadas, el acceso a la misma estaría restringido a unos
pocos, y eso nunca se puede permitir, puesto que se trata de un derecho
fundamental de las personas. Y esto, ¿no nos recuerda un poco a la situación
actual en la que se encuentra la educación? Todo esto nos da paso a
analizar las dos grandes tendencias de la política cultural: la democratización
de la cultura y la democracia cultural. La primera, empezó con la Ilustración,
como un concepto paralelo a la creación del Estado del Bienestar (durante la
Postguerra de la II Guerra Mundial), y fue entendida como una política para el
pueblo. El objetivo de la misma era garantizar el acceso de todos y todas
a las actividades culturales. Es decir, lo que se valora es la participación de
los ciudadanos en las actividades culturales como espectadores; hablamos, por
tanto, de una participación pasiva.
Frente a
esta primera tendencia, en los años 60 se plantea la idea de que los ciudadanos
no solo tengan la posibilidad de acceder a las actividades culturales como
espectadores, sino que también formen parte de ellas y participen en su
creación y difusión. A raíz de esto, surgen nuevas formas de difusión cultural
como son el cómic o el movimiento hippie, entre muchas otras. Es decir, se
entiende la segunda tendencia como aquella en la que se defiende la creación de
la cultura por parte de los ciudadanos. A diferencia de la primera, en esta se
valoran más los procesos que los productos, así como la repercusión social de
las actividades culturales y la mejora de la calidad de vida de las personas.
Es aquí donde podemos plantear la animación sociocultural y la educación
social, puesto que es en esta tendencia de democracia cultural en la que tienen
sentido estas dos profesiones, y por ende, también en la política
cultural.
La educación
social y la animación sociocultural se plantean como principales objetivos
la promoción cultural y social, entendida como apertura a nuevas
posibilidades de adquisición de bienes culturales que amplíen las perspectivas
educativas, laborales, de ocio y participación social. Por ello, hablamos de
dos campos que necesariamente están vinculados a la democracia cultural, puesto
que están basados en pedagogías participativas, que fomentan la creatividad,
orientando sus actividades hacia el cambio social.
Se entienden ambas disciplinas como un "conjunto de esfuerzos que tienden a estimular la participación activa en las actividades culturales y en el movimiento de innovación y de expresión personal y colectiva" (Hugues de Varine).
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